Al pan yo no le pido que me enseñe sino que no me falte durante cada día de la vida. Yo no sé nada de la luz, de dónde viene ni dónde va, yo sólo quiero que la luz alumbre, yo no pido a la noche explicaciones, yo la espero y me envuelve, y así tú, pan y luz y sombra eres.
Pablo Neruda
Comenzó todo con un ligero palpitar. Tibio resonar de agua que recorrió el cuerpo de un río dividido en mil estuarios repartidos por el mapa que cubre todo eso que se llama cuerpo. Uno a uno los poros sucumbieron al cambio repentino: "aumentando la marea, aumenta la vida" se dijeron unos a otros los vellos.
Protestaron las mejillas y fueron los labios los primeros en sucumbir al encanto de tan inesperado delirio líquido. Se entregaron a él, se dejaron ir con la promesa de un regreso dulce como savia de abedul. Una ligera mordida confirmó la entrega total de una boca ansiosa. La ternura había arribado disfrazada de pasión.
Dolieron los brazos y las piernas. El espectro de lo inesperado los descubrió paseando por el limbo de la comodidad. Tras entender que nada sería igual, se convirtieron en las ramas y raíces de un nuevo árbol de amor. Poblarán para siempre este bosque de lo suyo, de lo que es únicamente suyo.
Una tormenta de respiros despertó a las entrañas. A tal ventisca pulmonar siguió un diapasónico canto óseo-muscular. Todos se hicieron uno de nuevo, como en el principio, justo como en el segundo que siguió al designio divino que desata la vida.
Crecieron los ojos absorbiendo para sí todos los colores vistos y los invisibles. Los que saben a algo y los que tienen olor. Se quedaron con ellos para pintar la última de las imágenes en la mente de su dueño.
El grito adágico que avisó tal cambio retumbó en los oídos de los seres que le rodeaban entonces. Ahí, sentado sobre la silla, el hombre se despedía de este mundo para comenzar uno nuevo. Tras todo el dolor, explotó su corazón encendiendo la constelación a la que hoy llama sueño.
Para unos fue un sol dorado, para otros marino azul o verde turquesa. Otros vieron sólo una sonrisa y muchos otros cerraron los ojos tras sospechar eso a lo que llaman sufrimiento. Algunos le llamaron infarto. Algunos otros renacer.
¡Ah, mi media hora de descanso! La sala en silencio se traga la luz que entra por los ventanales regalándome la suavidad de la penumbra mientras un jazz lento se desliza en cada rincón penetrando todos mis poros. Absorbo cada una de las notas, me las quedo dentro, las convierto en rítmicos movimientos musculares. Siento que me convierto en música e imagino que aquel jazz se nutre de mí convirtiéndose en otro ser vivo.
A ojos cerrados viajo descartando las imágenes que van apareciendo en mi mente y en el largo recorrido escojo y regreso a las más amables, a las más codiciadas también: una rubia exuberante, una trigueña cadenciosa, tú, un carnaval semejante al de Río… no sé si es Veracruz o Nueva Orleáns…
Un ruido inusitado me hace voltear al balcón. Se ha caído la maceta de los malvones rojos. El barro, la tierra y las flores han quedado casi en una pieza; cayeron firmes, de un solo palmo. Junto está una gata negra, altiva, mirándome con una fijeza perturbadora. Maúlla, como disculpándose. ¡Diantres! No puede ser. Sin apenas permitirme reaccionar la gata entra y alcanza en un sorprendente salto el sofá cama acondicionado desde hace rato para dormir.
Vuelve a maullar y el tono ahora parece invitarme a ir con ella. Se estira, va de un lado a otro como si estuviera en una pasarela, se recuesta sensual... Veo el brillo verde intenso de sus ojos que captura mis sentidos; es un verde becqueriano -de un color imposible-, me hipnotiza, ronronea, me invita, me reta. Sí, me reta. ¿Está sonriéndome? Sí, lo hace. Me sonríe. El jazz se multiplica en mis oídos, tal vez es Piazzola con su bandoneón y violines, o no, pero hay violines que armonizan con los movimientos de la gata.
Gata, gata negra, sensualidad pura de azabache, me pierden tus movimientos de gata-mujer, me domina tu mirada enigmática de esmeraldas y me vences con tu sonrisa y el arco de tu espalda. Gata, negra gata, felina inmisericorde, dominante, señora-gata sabes que me atrapas y no cesas tus movimientos y tus ronroneos-susurros, que son sin rodeos invitaciones para acabarnos la noche y, de ser necesario, morir en ella. Gata-mujer, mujer-gata, negra gata de mortal flexibilidad, de feroz ansiedad animal.
-Ven-, me llamas.
-Voy-, ronroneo.
Me transformo en gato macho y tú en inmensa hembra y ambos en pasión de torrente transformamos el sofá en campo de batalla. A pesar de la lucha sé que ninguno saldrá vencido. Todo será victoria. Me convierto en garras, tú en suavidad; evolucionas en posturas imposibles, yo las conquisto; propones y acepto; te impongo y te sometes. Todo es una locura. Tengo que detenerme y mirarte, mirarte bien, con detenimiento. Esto no puede ser real. Me aparto y para mi gran sorpresa estás ahí convertida toda, gata negra, en curvas de mujer. Tu pelo vuela con sus ondas conforme te mueves, tu cintura se abrevia y tus caderas crecen en la proporción con que te ondulas. Vienes a mí y te espero, abiertos los brazos, con mi ansiedad enhiesta. Mis deseos se multiplican al encontrarnos y fundirnos. Nos dedicamos a la lucha y pedimos tregua con simultaneidad inusitada, sincronizando nuestros ritmos hasta alcanzar la perfección. ¿La perfección? Sí, la perfección. Todo sucede para ambos en su junto momento.
-Más-, dice alguno de los dos.
-Más-, coincide el otro.
Siento mis ojos verdes; veo los tuyos, imposibles, mientras surge de algún lado un olor a menta y a hierbas.
Mi pelo negro se eriza y maúllo de placer; me arqueo, siento tu espalda satinada y el movimiento de nuestros cuerpos crece y crece y crece. Gimes, gritas, mujer-gata y abres tu par de esmeraldas, mientras dices:
-Tienes los ojos de un color imposible, gato negro, hombre gato.
-Miauuuu…
Los combates que libramos resultan homéricos y casi nos alcanza el amanecer, cuando la pasión amaina. Te quedas dormida, musitando con suspiros palabras ininteligibles. Me hago ovillo en tu seno y luego, cerrando los ojos, ronroneo.
- - -
Despierto, salto del sofá y salgo al balcón. Veo la maceta rota, la tierra y los malvones rojos.
La mujer se enojará, pienso, mientras salto a la baranda y trepo a la azotea. Esperaré la noche para buscarte, mujer.
Maja desnuda de Francisco José de Goya y Lucientes
El contacto con tu piel fue una extensión de la fantasía; estar en ti, una complacencia extrema, y tocar tu alma, un milagro. Aquel día, ese momento, ese punto de la tierra, quedaron indelebles en mi memoria.
Imagen tomada de www.mundofotos.net/usuario/mio_amore
Llegué a mi apartamento y, al recostarme en el pequeño diván de la sala, el cansancio me lanzó, imperativo, a un sueño profundo. El frío me despertó; pasaban las tres de la mañana. El aire circulaba con desparpajo a través de la ventana y las cortinas danzaban acompañándolo en sincronía perfecta. Todavía amodorrado, me levanté. Mi sistema automático me llevó a la cocina y puse una jarra de café. A poco, la bebida me reconfortaba y, con las baterías cargadas, me encontré, en armónica vigilia, dentro de la profundidad de la noche. Te recordé una vez más. ¡Cuántas añoranzas! Es irremediable, no puedo evitar, orgánicamente, recordar tu cuerpo. Tengo registrada tu textura, tus formas, tu cadencia. Cada uno de tus movimientos está anotado en mis ojos; tu temperatura se quedó guardada en mis manos y el éxtasis de nuestras íntimas comuniones, donde nos compartimos integralmente, está sumado en mis células. Es el influjo de Eros. Bendigo y me asombro con la memoria orgánica que, más allá del pensamiento y la razón, lleva cuenta precisa de nuestros momentos más intensos y la plenitud de haberlos vivido. Son muchas las imágenes de todo tipo, olfatorias, visuales, auditivas, táctiles, que se asocian con la maravilla de haber recorrido tu piel, ese campo sinuoso que semeja al infinito, donde cada centímetro multiplica el placer y provoca seguir viajando, casi, para siempre.
Estás bañada de luna o de sol. Tus perfiles, cambiantes, me provocan, y te alcanzo junto al ventanal. Tus brazos me enredan. Me he dejado atrapar para atraparte yo también y, ahora, son mis brazos los que te enredan. Te has dejado atrapar para atraparme tú también. Nuestras evoluciones, siempre complementarias y perfectas, desembocan en una fusión extraordinaria. La experiencia siempre es diferente y –¡oh, mujer!– superlativamente sorprendente. Podría decir, en estos momentos, que soy adicto a ti, sin remedio y manifiesto que no quisiera rehabilitarme -¡nunca!- de esta dependencia. Al volvernos uno, en el paroxismo, por unos instantes, todo se detiene y, a sabiendas que el final se acerca, gozo. Luego sufro porque "siempre" es sólo una palabra y no puedo alargarla en ti, contigo, con los dos...
Es precioso el influjo de Eros, en las noches más frías, en los días de calor aplastante, en las tardes lluviosas con vestido de nostalgia, en las tristezas largas del invierno y en todo momento en que te evoco. Como si fuésemos piezas de relojería, nuestros engranajes son perfectos. Ciudad de México Año 2009 y corriendo
Texto: Fernando Emilio Saavedra Palma Altura de hembra espantado hombrecito Ella de espaldas en color pliegues al detalle de sus carnes El comensal de fantasía sensual Ella como todas las benditas hembras Son olores de atracción a los dolores masculinos de pasión reprimida, en esos pequeños instantes al verlas.
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