El huérfano de Dios viajaba solo en el tren de los tristes. Ya no tenía interés en el paisaje. Menos en sus distantes y absortos compañeros de viaje. Viendo hacia dentro iba de su vida sin vida y cargado de adioses. No volverían las rosas a los niños jardines que aromaron su infancia. El huérfano de Dios veía pasar andenes y estaciones, pueblos abandonados y ríos secos; puentes rotos y mudos cementerios. Mordían los calendarios los segundos amargos del milenio. Y la poesía, ¿dónde la poesía?, se preguntaba el huérfano de Dios. Un mundo sin poesía lo cercaba. El huérfano de Dios pensaba en el suicidio asqueado del mundo. Seguía, sin embargo, el huérfano de Dios, a pesar de su vida ya sin vida, rindiendo culto amante a la luz de la vida. Fue por eso que el huérfano de Dios y, además, de los hombres, volvió a ver el paisaje desde el tren de los tristes y habló con la muchacha que absorta iba a su lado: "No creas que estoy loco, aún me atrevo a creer que la poesía viaja con nosotros y que no somos huérfanos del todo." No entendió la muchacha, y eso ya no importó.
El huérfano de Dios supo que no era huérfano, vestido de invisibles e infinitas y bellas compañías.
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