Por Constantino Pol
cada amanecer, al infinito,
me imagino, locamente,
armonizando contigo

Pintura de Salvador Dalí
Me desperté tarde, hubiera querido permanecer más tiempo fundido a la cama pero los rayos del sol, como en extraño conjuro, me acicatearon de manera inmisericorde y boté a un lado las cobijas. Sentí el cuerpo desfallecido, como si todavía no se conectaran las baterías que me dieran movimiento pleno.
Un torrente de imágenes oníricas se entremezcló con las de los muebles y los objetos de mi habitación. Vi a una mujer-difusa-jarra-de-agua que me sonreía, luego tomó tus rasgos, se puso seria, más allá de lo deseable, para desaparecer, sustituida por una guitarra-caderas-musicales que me invitaba a tocarla en todos los sentidos. ¡Qué cosa! Acaso esa imagen era el símbolo de mi libido contenida.
Me fui haciendo, rehaciendo, poco a poco, hasta que la sed me llevó a surtirme un inmenso vaso de agua. Remedé los estirones de los gatos y una tímida energía empezó a circular por mi organismo. Al menos Morfeo tendría que buscar en otra parte a quien cobijar con sus brazos.
El teléfono celular timbró: leí el mensaje, lo contesté y recordé que en este día se festejaba a los padres. ¡Malhaya!, exclamé en voz alta, y luego, en silencio, continué: como si con eso se retribuyera una vida, bien o mal aplicada a la conducción de los hijos. El asunto se reducía, para los que recibieran regalos, a una corbata, un perfume, un desayuno, un felicidades y el te quiero mucho, de suyo automático, al menos en esta fecha.
Uno, dos, tres... cuatro hijos, no más. Cada uno en una geografía diferente, como si fueran desterrados, o aventureros en busca de Barataria, El Dorado, y a su regreso, indefinido en tiempo, fueran a presentarse cargados de tesoros, incluida una moral a toda prueba y el temple necesario para acabarse la vida con plenitud y dignidad.
Es más fácil para mí festejar que ser festejado, aunque debo reconocer que hace mucho tiempo no participo en esos juegos, razón por la que se han escapado de mi panorama.
Pienso en ti, por ti, para ti, aunque es tu ausencia la que realimente me pesa. ¿Será posible que por no tenerte, mi necedad crezca más y más? Me veo como un reincidente de la autoflagelación. Debería entender, aceptar mejor dicho, que no estás, que estuviste; que no me besas, que me besaste; que ya no eres la guitarra-caderas-musicales donde armonizamos nuestros cuerpos como hombre y mujer, como macho y hembra; que alguna vez acariciamos sueños de futuro que se cumplieron, a pedazos quizá, o que se disolvieron irremediablemente... Si quedan, los sueños actuales están débiles, tal vez moribundos.
Acaricio mi soledad y me voy enamorando de ella. Es algo intangible, lo sé, pero estoy libre de reclamos, de altercados que atentan contra mis nervios. Nunca me gustó la sustitución de las caricias y los arrumacos por la retahíla interminable de suspicacias, inseguridades y desconfianzas. Me voy con las horas, a veces larguísimas, supliendo tu ausencia con la lectura, con el dibujo o atendiendo mis colecciones de tonterías...
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El día finalmente murió, y yo un poco con él. Desatendí todo, huí de esa realidad tortuosa a la que casi siempre me integro. Desaparecer así nomás, siempre tiene consecuencias y, de seguro, no serán muy gratas. Veremos, veremos. Estoy cansado. Entro en la cama, cierro los ojos... Aquí estás. Me estoy quedando dormido, te escucho en la lejanía... te veo campiña-mujer-nube...