Por Alonso Marroquin Ibarra
El Eje Central Lázaro Cárdenas, en la Ciudad de México, tuvo por nombre el de San Juan de Letrán. Corría de norte a sur, partiendo de la Alameda Central, donde se encuentra el Palacio de Bellas Artes, a unas cuadras
del Teatro Blanquita y la Plaza
de Garibaldi, la plaza tradicional de los mariachis. La prolongación de la avenida
en sentido opuesto tenía por nombre Aquiles
Serdán. En la actualidad el Eje Central incluye ambas.
En las décadas de los
años cincuentas y sesentas, San Juan de Letrán era una de las avenidas más concurridas.
Caminaban por ella un número de personas que parecía infinito, procediendo de
los rincones más apartados de esta inmensa metrópoli. Eran épocas donde se iba
al centro a comprar lo que sólo ahí se podía encontrar y, por supuesto, a
precios inmejorables.
Las tiendas
departamentales no tenían la presencia e influencia actuales; las calles, hoy
cerradas al transito vehicular, veían pasar un flujo interminable de
automóviles y autobuses de pasajeros, sin que existieran las prohibiciones para
estacionarse en las calles interiores. Visitar el centro era de rigor y San Juan, como se le decía
sintéticamente a la avenida, contaba con establecimientos que ofrecían a los visitantes
una amplísima variedad de artículos.
Caminar por San Juan de Letrán era integrarse a un
río de compradores y curiosos que se pegaban a los aparadores; permitía pasar
revista a todos los estratos sociales de los habitantes de este México
colorido, lo mismo estaban ahí albañiles y obreros comprando ropa en las
desaparecidas Tiendas Milano, que el intelectual entrando a
la Librería Zaplana en busca de ese libro que no podía encontrar en otro lado.
Otros más se detenían, por la tarde, en El
Moro a disfrutar de un excelente chocolate y churros calientitos, recién
hechos. El gran premio para los niños, después de convencer a sus padres, era
entrar al desaparecido Cine Avenida
y pasar un rato de maravilla viendo películas de dibujos animados, los
episodios de El Gordo y el Flaco
(Laurel y Hardy) y los
de Los tres Chiflados. Por décadas
fue el único cine en esta inmensa capital con programación exclusiva para los
niños.
Desplazarse entre tanta
gente activaba todos los sentidos y había que ponerlos en juego. Las madres, jalaban
a sus chamacos, bien agarrados de las manos, haciendo malabares, ya que no era
inusual que fueran cargadas de bolsas y bultos; el paisano que iba o regresaba
de trabajar, sorteaba a éste y aquél y a tantos que venían en línea recta, como
rinocerontes, ciegos, en un “ábranla que lleva bala” y “no me quito, si me
pegan me desquito”.
En medio de aquel
bullir de gente, cuando menos se esperaba, se oía un click y de inmediato un
chamaco le entregaba al caminante una pequeña tarjeta, al tiempo que decía:
«Mañana, después de las doce, puede pasar por sus fotos». No era posible pedir
que se hiciera una segunda toma. Los que venían detrás impedían que nadie se
detuviera. Así que eran verdaderas instantáneas las que realizaban aquellos
fotógrafos callejeros. Los había muy buenos, excelentes. De no haber sido así,
el negocio nunca hubiera prosperado.

Niño en el Zócalo (1958)
Propiedad de Alonso Marroquín Ibarra
Al día
siguiente o muchas semanas después, no faltaba quien acudiera a la dirección de
los fotógrafos de San Juan para solicitar una o varias impresiones de la foto
que les habían tomado. Los que recibían a los clientes eran unos fisonomistas increíbles
y verdaderos magos para localizar el negativo exacto donde había quedado capturada
la imagen del viandante. Sacaban cajas y cajas mientras miraban repetidamente
el rostro del interesado.
“¿Hace cuanto se la
tomaron?” “¿Venía solo o acompañado?” Eran algunas de las escasas preguntas que
hacían para tener más pistas y agilizar la localización. Se contestaran o no con
precisión, el buscador, con insólita rapidez, después de cotejar el negativo a
trasluz, preguntaba: ¿Cuántas copias va a querer? Lo había localizado entre
cajas y cajas atiborradas de pedazos de película fotográfica.
San Juan de Letrán no era el único lugar donde estos cazadores de
imágenes trabajaban. También se los podía ver en la Alameda Central, en el Zócalo,
en la Plaza de Garibaldi, en el Bosque de Chapultepec y en muchos
emplazamientos más. Sin embargo, los viejos fotógrafos de San Juan, disparaban
sus cámaras miles de veces al día y allí estuvieron por muchos años. Sin duda, a
través de los años, deben haber impreso millones de fotografías.