Ni Juan ni Jimena conocían, a ciencia cierta, el método mediante el cual su abuela conservaba, en excelentes condiciones, aquel hermoso y fino mantel. Año con año, celebración tras celebración, ahí estaba de nuevo decorando la mesa, casi intacto, como si se acabara de comprar. Cuando eran niños, varias veces lo mancharon con diversas substancias: leche, agua de Jamaica, mole, salsa de tomate, mayonesa, merengue y demás La abuela nunca se enojó con ellos, es más, ellos dos eran los únicos autorizados para manchar aquella tela inmaculada, nadie más de la familia podía ni siquiera dejar caer la menor gota de cualquier cosa sobre él porque se ponía histérica y repartía bastonazos a diestra y siniestra; de hecho, estuvo a punto de desheredar a uno de sus hijos una noche en que, inmerso en la algarabía de la reunión, soltó, sin intención, una copa llena con vino tinto y ensució el preciado mantel.
Juan, el mayor de los nietos, taciturno e introspectivo, llegó a obsesionarse durante algún tiempo en el secreto de la blancura y buen estado del mantel de su abuela. Después de infinidad de deliberaciones, sacó las tres conclusiones que le parecieron más viables: a) existían varios manteles idénticos; b) la tela del único mantel existente tenía algún componente especial que ya no se fabrica hoy en día, y c) el mantel, de plano, era mágico.
Jimena, vivaracha y generalmente despreocupada, sólo le daba una explicación al asunto: la abuela engañaba a todo el mundo, les hacía creer que siempre era el mismo mantel, pero, en realidad, fue adquiriendo varios parecidos en el transcurso de los años. No podía ser de otra manera, porque el mantel, "según la leyenda", ya existía desde hacía más de 100 años y era absurdo pensar que pudiese continuar en las magníficas condiciones en la que se encontraba. Todos creían los relatos referentes a él, sin más, o le daban por su lado a la anciana para no hacerla enojar. Cosa más importante e interesante era encontrar la razón de su peculiar tolerancia, con respecto a sus nietos, que contrastaba con su radical irascibilidad con los hijos.
Juan y Jimena eran primos, pero se consideraban hermanos y adoraban a su abuela. Sus respectivos padres, siendo hermanos, apenas se dirigían la palabra, y ninguno de los dos recordaba una muestra de ternura por parte de su madre durante la infancia; la querían, claro está, pero no la amaban. Los afectos tenían una radical contradicción.
Jimena estaba muy preocupada últimamente porque estaba embarazada. Todos en la familia lo sabían, menos la abuela. Jimena, expresamente, les había dicho que no le mencionaran nada, quería ser ella quién le diese la noticia en la próxima cena navideña. Para Jimena, el maravilloso mantel podía irse al diablo, le tenía sin cuidado; lo verdaderamente esencial era saber cómo reaccionaría la voluble señora ante la llegada de una nueva generación con su sangre en las venas. ¿Tolerancia o intolerancia para los biznietos? ¿Una mezcla de ambos? ¿Una agudización de su cariño o de su desprecio? No había forma de saberlo mediante la reflexión…
Leonel Puente
Noviembre del 2007