Los cargadores terminaron de sacar todo: el departamento quedó vacío. El actuario le entregó el comprobante de la diligencia practicada puntualmente. Nadie le iba a reclamar que no hubiera cumplido con su deber de manera impecable.
Loreto rompió con furia inusitada el maldito papelajo. Era lo último que podía pasarle: a sus cuarenta, como si mal naciera, estaba en el mundo desnudo y desposeído.
De tres años para acá todo se había ido a pique; su vida se había convertido en una suma de pérdidas: trabajo, amigos, mujer, hijos, bienes… dignidad. Su ánimo, aplastado como cucaracha, no daba para más. Sólo había una salida: reunirse con el diablo, porque, de seguro, en el cielo no habría lugar para él, y aunque lo hubiera, eso no lo motivaba, quería otorgarse el derecho final de castigarse lo más posible. Todos, juraba, sin excepción, lo habían hecho ya.
Levantó la duela suelta de la esquina donde estuvo la cama matrimonial, nave de sus mejores recuerdos de pasión y amor. Sacó la bolsa plástica con cuidado y tomó la pistola con la mano izquierda, casi de manera amorosa. Aunque era ambidiestro, siempre confió más en la destreza de su lado chueco. Con el sólo hecho de pensar que dentro de pocos minutos emprendería el gran viaje, sintió que llegaba a un remanso, como si estuviera en una isla paradisíaca contemplando el horizonte lleno de sol, mar y brisa. «Es ahora. Ya no hay para más» Pensar en la continuidad de su vida, así como se habían ido encadenando las cosas, le dio pavor. «Es sólo un instante lo que necesito, un jaloncito al gatillo, y ya: estaré en el próximo escenario».
Cuando su índice se retraía en el metal, lo sobresaltó el fuerte revolotear de un par de palomas. Miró en la ventana al palomo haciéndole la corte a su pareja, escuchó los arrullos, que se amplificaron en su oído interno, y se percató, también, del vaivén de las flores multicolores, en las macetas del balcón, que se mecían con el viento. «!Qué ironía!», pensó. El fin al que se acercaba estaba sucediendo en una mañana esplendida. Loreto se puso extremadamente tenso y por fin, olvidándose de todo, procedió. «Es la decisión más difícil, pero no tengo otra salida: ¡otra vez enfrentaré la vida!».
La pistola cayó al suelo.
Alonso Marroquín Ibarra
año 2007 y corriendo