"El hombre que inventó la caridad, inventó al pobre y le dio pan"
Víctor Manuel.
Ser libre no es fácil: se extrañan las cadenas, se extraña el uniforme, se extrañan también las órdenes que hay que cumplir con puntualidad.
Al mediodía, en el corazón del Centro de la Ciudad, dan ganas de descalzarse, de respirar profundamente, de alzar los brazos y gritar con toda el alma para espantar los fantasmas de las taras hereditarias o para expresar la alegría de ver todavía en pie los edificios que construyeron los abuelos de nuestros bisabuelos.
La gente pasa y vuelve a pasar por su punto de origen sin darse cuenta cabal de lo absurdo de su prisa. Las rocas son más sabias: "aquí estuvieron antes que nosotros y seguirán después de que nos hayamos ido", diría José Saramago. Y es verdad.
Una bandera ondea en lo alto: simboliza pertenencia y fraternidad parcial; pero también mucho dolor, pues confirma que el ser humano no es ecuménico y que tal vez no conozca jamás otra cosa que no sean simples destellos del compromiso moral que se debe a sí mismo por el solo hecho de haber sobrevivido a glaciaciones, a tormentas, a sequías, a dioses sanguinarios o ineptos, a leones hambrientos, a revueltas armadas o a la intrínseca soledad en que cada quién nace y muere. Al homo sapiens la realidad desnuda nunca le basta: siempre quiere, siempre necesita inventar algo "más allá" para después convertirse en acólito de su propia creación.
El sol brilla en lo alto, solo unas nubes rompen el cielo despejado. Me siento a mirar a las personas que pasan y me detengo en el rostro de una u otra sin llegar a comprender para qué somos ya tantos ni por qué, en vez de ser mejores, simplemente seremos muchos más.
Una niña, de unos siete u ocho años, con un zapato roto me sonríe. Se acerca a mí y me pregunta:
-¿Qué hace señor?
-Escribo—le respondo y le sonrió.
-¿Yo puedo estar en sus hojas señor?
-Claro ¿Cómo te llamas?
-Socorro.
-Socorro ¿qué?
La niña se echa a correr; se va y yo la sigo para darle un pan, una moneda o algo, pero la multitud, el "monstruo citadino" la devora entre sus fauces y no puedo encontrarla.
Existen infinidad de seres a quienes no voy a reconocer en el infierno y que, siendo sincero, no me importan ya; pero me gustaría saber si ésta noche, aquella niña humilde tiene un pan que llevarse a la boca.
Respiro, bajo la mirada y me dispongo a regresar a casa. No tengo valor para quitarme los zapatos ¡cómo si mi madre me hubiese parido con ellos ya puestos!
¿Libre? ¿Dónde me embriagué con esa falsa ilusión?
Leonel Puente
Zócalo. México D.F.
31 de Marzo del 2007
Los vicios del esclavo – Relato de Leonel Puente
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