México, como tantos países, rememora cada año, el sufrimiento y la muerte de Jesús. En estas fechas de Semana Santa me es imposible dejar de pensar en la fe de millones de cristianos, donde veneran eternamente la imagen de un cristo ensangrentado, torturado hasta la ignominia, con una corona de espinas bien encajada en las sienes, con los pies y las manos clavados a los maderos de la cruz, muriendo de sed, desangrándose, agonizando, con la mirada más perdida que implorante.
En un relato de B. Traven, La conversión, autor de muchas novelas y cuentos sobre la sociedad indígena mexicana en los tiempos de la Revolución, unos misioneros españoles intentan convencer a los indígenas del lugar para que abracen la verdadera religión –negociar con sería una expresión más adecuada-. Finalmente los asistentes después de escuchar y deliberar los argumentos expuestos por los hombres de sotana, hacen manifiesta su convicción y exponen su incredulidad de que el Dios de los Blancos pueda ser el creador, el todopoderoso, el que les dará armonía y amor. No conciben semejantes capacidades y dudan seriamente de sus adoradores que han optado por ver su imagen deplorable, bañada de sangre, desvalida y agonizante.
Es famosa la primera estrofa de La saeta, de Antonio Machado, que popularizara Joan Manuel Serrat, donde se canta:
Dijo una voz popular:
¿Quién me presta una escalera
para subir al madero
para quitarle los clavos
a Jesús el Nazareno?
Entre latigazos, gritos, escupitajos y soldados vestidos de romanos: Chobojo Master
Iztapalapa, México