El gobierno privilegió a las policías y al ejército y todos lo vieron bien. Yo mismo me daría por satisfecho si en el periodo de seis años lograban erradicar el crimen organizado y establecer la seguridad en la república. La situación había llegado al extremo. El tráfico y el consumo de drogas iban en caballo ganador imparable; el robo y el asalto a mano armada estaban presentes en cualquier parte vestidos de cotidiano; los muertos nuestros de cada día no tenían ciudad o lugar preferente para mostrarse destazados, agujereados, ahorcados, quemados... por resistencia, ajustes de cuentas o simple gusto del criminal que tuvieron enfrente; las grandes organizaciones de robo de vehículos operaban como en día de campo y de seguro quienes pertenecían a ellas acumulando los beneficios de su labor, mostraban rostros iluminados por la felicidad y la abundancia, a fin de cuentas, podría decirse textualmente que todo iba sobre ruedas.
A los pocos días de la noticia, otra ocupó el primer sitial: el presupuesto de ese año para las universidades públicas y el de cultura serían reducidos en aproximadamente 450 millones de dólares. De inmediato la polémica entre políticos y ciudadanos se encendió; y más, cuando el presidente de la Comisión de la Cámara de Representantes expresó, en un acto de ignorancia, imprudencia y estupidez superlativos, un júbilo desmedido por la propuesta del Señor Presidente de la Nación.
Leí las abundantes noticias relacionadas con el asunto y, como si cayera un aguacero inevitable en descampado, me empapé aunque no hubiera querido. Corriendo por las páginas de los diarios empecé a enganchar más noticias; en la Internet visité ávido páginas oficiales, marginales, extremistas y reaccionarias… ¡Basta! ¡No es posible! Ahí estaba una vez más el gran rosario de mentiras dichas por el Señor Presidente cuando andaba en campaña y la realidad tal como era.
Dinero para los banqueros, beneficios para los grandes contribuyentes, propaganda televisiva de penetración y autoalabanza, abusiva en exceso, programas sociales desparecidos, precios de los productos básicos en aumento, los inminentes nuevos impuestos…
Sentí la necesidad de refrescar la mente y opté por leer poesía, ese género tan olvidado. Tomé un libro de Manuel Acuña, el huidizo, el romántico incurable y pasivo extremo. No me importó. Cualquier cosa era mejor por el momento. Mi urgencia demandaba una pequeña fuga de la realidad. Por ahí debía haber algo que me pintara una sonrisa. Ya que el libro era de Don Manuel, busqué el Nocturno a Rosario, y a los pocos minutos alcancé mi propósito. Sonreí. Pasé algunas hojas y encontré un poema de nombre singular: A la Sociedad Filoiátriaca en su Instalación. Antes de entrar en los versos, leí la frase que los preludia, que dice:
"Hasta cuándo llegará el día en que se aprecie más al hombre que enseña que al hombre que mata"
Melchor Ocampo
Me acordé otra vez del presupuesto para las policías y el ejército, me reconcomió la reducción de tanto dinero a la educación y a la cultura. Don Melchor Ocampo nació el 5 de enero de 1814 en Maravatío, Michoacán y decidió, al terminar la carrera de jurisprudencia, no litigar porque se dio cuenta que en el ejercicio de esa profesión más valían "las mañas e intrigas, que el saber y la justicia".
Mi mente, trató de asimilar… Ocampo, siglo XIX… nació en el 1814… Estamos en el 2006… el actual presidente de la nación también es abogado…
Nomás me quedé pensando.
Alonso Marroquín Ibarra