
Tenía hambre de todo, pero la que lo atormentaba en ese momento sólo se mitigaba con alimento. Era la peor pesadilla. Se sentía capaz de incrustarse en algunas de tantas revoluciones armadas con tal de mitigarla. ¿Acaso no había sido así la historia? Pocos ricos, muchos pobres, hasta que llegaban a convertirse en hambrientos, y alcanzada esa condición siempre eran capaces de todo, hasta de triturar la cultura y la religión, no sin antes arrasar por completo con lo que reflejara a los poderosos . No recordó bien las escalas usadas para calificarlos: pobres, más pobres, desposeídos, los que menos tenían, marginados, olvidados, miserables, revoltosos, oscurantistas, monstruos… No recordaba tampoco o nunca supo, cuál era la diferencia entre toda esa palabrería. Lo que era seguro en ese momento es que sus tripas estaban a todo vuelo, comiéndose las unas a las otras, y tenía que hacer algo, lo que fuera, para calmarlas.
Tres días merodeando por la hacienda no habían sido suficientes para abastecerse. La guardia era permanente y bien calificada. No había un hueco por el cual colarse y jamás le hubieran permitido la entrada; los únicos pases eran para la gente del mundo de la abundancia. Siguió esperando, revestido de una paciencia mayor que los ardores de estómago. Siempre era así, su necesidad se convertía en fe, sabía que la provisión llegaría, aunque tuviera que realizarse un milagro.
Dejó de moverse, entró en la calma de la noche y se mimetizó una vez más con sus sombras. La luna esplendente parecía una señora jactanciosa más que inspiradora de amores. Insultaba y denunciaba con sus rayos a todo lo que se movía.
Es una doble cara, pensó; alumbra el camino pero chilla a gritos para que cualquier idiota se asome y me descubra. Pide desde hace siglos pleitesía, pero su soberbia superlativa me hace odiarla cada vez más. No conoce la piedad, es fría.
Entretejida a sus rencores, el hambre seguía abriendo huecos y la creciente ansiedad le regalaba alucinaciones al por mayor. De pronto sus músculos se tensaron, instinto puro de cazador, cuando por el camino que daba a la entrada grande apareció caminando una mujer seguida de tres hombres, todos de recia figura.
No pensó más. La vio y la fijó en su cerebro. Atacó a los acompañantes con una furia desconocida para el mismo. Fuerzas de todos los tiempos se acumularon en su brazo y no hubo esfuerzo útil que hicieran los guardas para defensa de la dama. En un relámpago de tiempo quedaron muertos. Tal fue la dimensión del ataque.
La mujer corrió, pero sus pasos fueron inútiles. Fue alcanzada y el peso de su agresor la hizo caer, quedando reducida e indefensa. Se desvaneció.
Traspasando el instinto, el hombre se hizo conciente de su hambre, sus ansías y deseos. Alzó los brazos con furia y los bajó con todas sus fuerza sobre el cuerpo desfallecido de la mujer. Lleno de desesperación y necesidad, con los ojos como ascuas, gritó con todas sus fuerzas.
¡Esta maldita licantropía!
Llegó muy lejos el sonido de un prolongado aullido.
Alonso Marroquín Ibarra